Las inquietantes (y cotidianas) visiones de la sudafricana Zoë Wicomb
Tenemos la costumbre de olvidarnos de algo cuando ya no aparece en primer plano. El Apartheid (en idioma afrikáans, separación), el régimen de segregación racial que comenzó en Sudáfrica en 1913, a mucha gente le parece, hoy en día, cosa del pasado. Sin embargo, solo han pasado veinticinco años desde la fecha en la que se le puso fin 1991, y como ya advirtió Nelson Mandela sigue sin ser fácil dar carpetazo a esos más de 80 años. La escritora Zoë Wicomb nació en Namaqualand en 1948, fecha que se reconoce como el inicio oficial del apartheid con la victoria del Partido Nacional, y lleva toda su vida escribiendo sobre ello, tras haber pasado por la experiencia del exilio en Gran Bretaña donde vivió treinta años antes de retornar a su tierra natal una vez finalizó el apartheid y acabar residiendo en la actualidad en Escocia.
Comenzó su trayectoria literaria con un libro de cuentos en 1987, You Can’t Get Lost in Cape Town. Después publicó las novelas David’s Story (Kwela, 2000), Playing in the Light (Umuzi, 2006) y The One That Got Away (Umuzi, 2008). En todas ellas aborda desde diferentes prismas lo que supuso el régimen de segregación racial sudafricano. October (The New Press, 2014) es su última publicación y ha sido descrita por ella misma con tres palabras, “Hogar, desarraigo y secretos familiares”. No en vano narra la historia de una mujer Marcia que vuelve desde Glasgow a su Ciudad del Cabo natal después de más de veinte años de exilio.
En fechas recientes, la Universidad Nacional de San Martin (UNSAM) de Argentina ha publicado un volumen Miradas, que contiene seis cuentos traducidos al castellano de esta escritora (junto con otros ocho también interesantes de Ivan Vladislavic), que son una buena oportunidad para adentrarse en su mundo complejo y rico en matices. La edición ha venido respalda por J.M. Coetzee que ha dicho sobre ella: “Las historias de Zoë Wicomb combinan la fría mirada interrogativa de lo extraño con la calidez íntima de un conocedor”.
Las visiones de Wicomb surgen de una realidad cotidiana, en la que en apariencia todo transcurre con normalidad. Pero esta superficie se rasga al toparse de bruces con algo que desde dentro la desestabiliza, la desencuadra y la pone frente a otro espejo. En estos seis relatos surgen junto a las diferencias raciales entre blancos y negros, las de clase y cultura que suelen ir asociadas. En el primer relato que abre el volumen, El niño de la bolsa de arpillera (2008), la vida sin alicientes de un profesor escocés afincado en Sudáfrica sufre un vuelco al conocer a un niño negro, el hijo del jardinero, que juega con una bolsa en su jardín y al que esperará con inusitado interés cada sábado. Como si se tratara de un nuevo Pigmalión, el viejo profesor toma al niño por pupilo, mientras nos sumerge en su propia vida desde el día en el que aterrizó en aquellas tierras sudafricanas en 1984. En otro relato, Un cuenco como un pozo (1987), la escritora hace de un hecho de su propia infancia el centro del relato; sus padres hablaban afrikáans pero querían que sus hijos aprendieran el inglés porque consideraban que tendrían mayores oportunidades y que era un idioma más elevado, al igual que la madre de la protagonista del relato que considera al señor inglés que tiene tratos con su marido un “auténtico caballero” del que los bóeres tendrían mucho que aprender.
Frente a la idea de que el régimen solo dividió a blancos y negros, se encuentra la realidad de la segregación que partió el país en una escala piramidal en la que se encontraban bajo diversas graduaciones: blancos, mestizos, indios y negros. Al igual que su compatriota Achmat Dangor hizo con los mestizos y los indios situándolos como protagonistas en varias de sus obras, Wicomb muestra las vivencias de las personas africanas y mestizas. Esclarecedor es el diálogo que mantienen en el relato más extenso de estos seis Un claro en el bosque (1987), que se retrotrae a la década de los 60, el cocinero Charlie y su compañera laboral Tamieta, mediante el que el primero muestra su fanfarronería, cuestión que Tamieta relaciona con el hecho de que se cree especial “por provenir del Distrito 6”. Este distrito fue una zona conocida como “zona laboral preferentemente mestiza” que excluía a los negros africanos.
Inmerso de lleno en la época del Apartheid, Un claro en el bosque nos lleva al día del funeral del ministro Hendrik Frensch Verwoerd, artífice de los “bantustán” (reservas tribales de habitantes no blancos, separados de la población afrikáner), y uno de los principales creadores del régimen. Fue asesinado por un opositor en 1966, momento en el que se centra el relato, que a través de las voces de dos mujeres negras de edad y cultura diferente, expresan lo que sienten en un día en el que se ven obligadas a acudir a los actos de homenaje por este hombre que ha organizado la universidad en la que una trabaja como cocinera y en la que la otra estudia. Las reflexiones de la joven universitaria que intenta terminar su tesis sobre la novela de Thomas Hardy Tess, la de los d’Urberville se ven salpicadas por las conversaciones con sus compañeros de estudios que planean un sabotaje al homenaje mientras sus pensamientos vuelan hacia Cape Flats, una zona de infraviviendas donde se hacinan las personas designadas por el gobierno como no-blancas y en donde ella misma reside. En cambio, Tamieta que sí acude al homenaje se siente consternada en un primer momento al ver en la primera fila solamente algunos bóeres en silencio y se ve aliviada después al ver aparecer a los universitarios negros, mientras piensa “¿cuánto más tendrá que estar allí esperando a que pase el tiempo?. Ese tiempo diseñado por extraños para llorar a un hombre de cabeza grande”.
Zoë Wicomb recrea en estas narraciones voces diferentes, de personas que difieren en clase social, en estatus económico y también, por supuesto, en color de piel. Sus ficciones se sitúan en Sudáfrica, un país que aún hoy encuentra en su seno múltiples divisiones de todo tipo. A través de ellas, Wicomb nos hace mirar momentos cotidianos que se encuentran desnaturalizados por algo que brota de manera brutal desde dentro. Sobre todo para los propios protagonistas de las historias, esas personas sobre las que Wicomb confiesa querer escribir: aquellas que son olvidadas, despreciadas o marginadas. Ella lo logra, además, de un modo excepcional, sin necesidad de tratar de demostrar lo evidente, haciéndonos visionar, en cambio, la manera que tuvieron aquellos seres para vivir en aquellas condiciones y poder seguir adelante. Y consiguiendo una narración inteligente, coral e impactante.
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