Colonización, migración y la vuelta a las raíces: el círculo imperfecto de Gauz
A estas alturas, decir que Gauz no se limita a contar historias no es ninguna novedad. El novelista marfileño, más bien, aporta ladrillos a una construcción que estaba defectuosa e incompleta por la falta de voces diversas. Ya lo hizo en Cobrar por estar de pie, con un fabuloso relato de la migración desde una perspectiva prácticamente inexplorada; y lo repite en Camarada Papá con una historia sobre la colonización que se suma a las visiones que por fin están construyendo el imprescindible caleidoscopio. Sin embargo, a estas narraciones sobre la colonización escritas por autores africanos, Gauz les aporta un plus de originalidad con su característico estilo en el que convierte los relatos en un verdadero juego de voces, de lenguajes y de escenarios.
Es evidente que este escritor marfileño, posiblemente el más conocido y con mayor proyección de la literatura actual, se plantea la escritura como un ejercicio valiente y que no le asustan los retos. Tal vez sean las experiencias sobre las que se ha construido su imagen de enfant terrible de la literatura marfileña, las que hacen que todo lo que Gauz escribe suene honesto y, en ocasiones, descarnadamente verdadero. En el caso de Camarada Papá, traducido del francés por Pedro Suárez Martín y Ángeles Jurado Quintana y publicado en la colección Libros del baobab dentro de la editorial Libros de las malas compañías, el escritor dobla la apuesta con un sugerente ejercicio en el que trenza personajes, tiempos, trayectorias y voces imposibles.
El relato se apoya sobre los pilares de dos historias que se entrelazan. Por un lado, la de Dabilly, un auténtico explorador de finales del siglo XIX, que movido por el exotismo que exudan las crónicas sobre la colonización de África, se lanza a la aventura de explorar el continente misterioso.
«Un hombre, blanco, solo en las profundidades de tierras desconocidas, en el corazón de un infierno de selva densa, enredado en una maraña de lianas, machete en mano, fusil en bandolera, en lucha contra los elementos desencadenados, bajo la amenaza de criaturas desconocidas por los naturalistas más eruditos, a la merced de la crueldad de hordas antropófagas… pero un hombre que avanza sin miedo, guiado por el genio de su raza, trascendido por el sentido del deber, exaltado por el interés superior de la civilización… Libros, periódicos, revistas, relatos, publicaciones construyen un imaginario colectivo a través del cual el explorador, portador de los valores morales más elevados, ensancha los límites del valor al tiempo que los hitos del Imperio. Héroes auténticos, los Stanley, Livingstone, de Brazza, son buenos ejemplos».
El segundo pilar es la trayectoria de Anumán, un niño holandés de padres africanos que regresa al continente como última opción para su crianza. En Anumán, Gauz vierte la originalidad de su habilidad para generar personajes construyendo un discurso hilarante. Anumán ha sido criado por unos padres radicalmente revolucionarios y ha incorporado en su lenguaje algunos de los conceptos del socialismo más ortodoxo pasados, evidentemente, por el tamiz de la infancia; lo que da lugar a conceptos y explicaciones absolutamente descabelladas.
«Como otras veces, mi espalda encuentra la tierra. El intento de separarnos a la fuerza aumenta el volumen del grito del chico. Geneviève aúlla «¡Anumán!», mi nombre de Mamá. Lo escucho por primera vez desde que se fue al paraíso socialista del camarada Hoxha. Abro la mano, ella libera la oreja. En esta colonia infernal de África, con la espalda en el polvo, un chico gigante patalea sobre mí, me digo que la lucha de clases es internacional. Marx y su ángel tienen razón. «Proletarios de todos los países, ¡uníos!»».
Dabilly permite a Gauz equilibrar el relato sobre la colonización con una historia en la que no se ahorran los aspectos más bajos y más oscuros de esta empresa marcada por intereses mundanos. Un retablo de personajes marcados por la mezquindad y el egoísmo lideran esta pretendida aventura civilizatoria que aparece en realidad construida sobre los intereses económicos particulares, el racismo, las ambiciones personales, los egos o los complejos. Y sobre todo refleja perfectamente la total ausencia de la Francia republicana en la colonia sustituida por las empresas y la codicia de unos pocos iluminados.
«Jueces de la palabra por dar, abogados de la ya dada, en medio de esta miríada de lenguas, de culturas, todas las acciones coloniales se visten según los hábitos de su inteligencia. Golpear como sordos o escabullirse como furtivos depende de la maña, de la personalidad. Las ideas o lo material, todo transita por ellos. La posición de demiurgo es tentadora. No son santos. En los intercambios, en un sentido como en el otro, se aprovechan a espaldas del blanco y del negro. Saben deslizar sus intereses en las sombras de la incomprensión. Algunos amasan así inmensas fortunas. Son la primera clase de privilegiados creada por nuestro contacto, nuestra primera élite, la punta de nuestros chanchullos».
Tal vez el único que queda parcialmente redimido es el propio Dabilly precisamente porque su aproximación a la realidad en la que se ve inmerso dista mucho, y en ocasiones choca, con la mayor parte de los personajes que componen la fauna exportada por la metrópolis.
«El mapa de la mesa es invariable. Bricard y Péan en un lateral, Dejean y Fourcade enfrente, Dreyfus y yo en cada extremo. Fourcade me explica que los primeros son negrófilos, la peor especie de hombres blancos de las colonias. Péan cuenta que sus vecinos de enfrente son negrofobos, la peor especie de hombres blancos de las colonias. Los negrofobos utilizan «negratas» para los hombres, «negras» para las mujeres, «salvajes» para los grupos. Pronuncian «negratas» con el mentón elevado, con aire de superioridad, con énfasis en la sílaba llana que les levanta una esquina del labio. «Negras», silbando su «s» final que les dibuja en la cara un rictus de concupiscencia. «Salvajes», redondeando los ojos y frunciendo la nariz para invocar la imagen».
Dabilly acaba buscando una comprensión de la realidad con la que se encuentra y aceptando las particularidades de esa futura Costa de Marfil de la manera más radical.
«La aproximación se hace poco a poco. El destino es secundario, sólo cuenta la etapa siguiente. Visto así, se viaja más ligero, más rápidamente. Consejos para futuros Brazza y Stanley: olvídense de esos mapas cuyos vacíos se rellenan con un imaginario que lo contempla todo salvo lo más elemental: preguntar por el camino. Aún colocando a Pequeño Malamine a la cabeza de la fila, nuestra tropa echa la mitad del tiempo de cualquier expedición Dejean».
«En lengua añí, desvanecimiento, estar en coma y muerte son la misma palabra. Así que no hay que arrodillarse con devoción cuando un muerto resucita, incluso después de tres días. El hecho es algo común debido a la confusión léxica. La cristiandad no habría podido nacer en estos lares: un Jesús añí no habría suscitado ninguna curiosidad. ¿Cuánto tiempo dura esta artimaña? Nunca hemos visto morir durante mucho tiempo, tan repetidamente sin morir. Se habla de alma pangolín, el animal que sigue aferrado a su rama varios días tras su muerte. Se evoca también un poderoso contra-fetiche. Las creencias tergiversan, la supersticiones se tambalean».
Por su parte, la historia de Anumán permite a Gauz completar un complicado ejercicio literario en el que construye un personaje que introduce frescura y alegría a algunas de las situaciones más sangrantes que relata. Lo hace con ese juego de lenguaje que lleva al niño a introducir conceptos y explicaciones parcialmente extraídas del imaginario socialista y parcialmente digeridas por la particular comprensión del propio niño.
«La calle de la escuela. La calle de las vendedoras de besitos también. Mientras aprendemos historia, ellas hacen el trabajo más viejo del mundo en el barrio más viejo de la ciudad. Nací aquí. Conozco todos los escaparates de besitos y ellos me conocen a mi. A la salida de la clase popular, buenosdío a toda la calle».
Al mismo tiempo, esta segunda trama explora situaciones relacionadas con la experiencia migratoria, con la diáspora y con el regreso a los orígenes o con la larga huella dejada por la Trata en las comunidades negras de América.
«En la tribu de los boni-cimarrones, la mandioca es la planta de la libertad, dice Yolanda. Escapándose de la selva inexplicable lejos de las tierras de los esclavajadores, los boni-cimarrones hambrientos observaron a los hombres de la zona, los amazónios. Los vieron enterraron una estaca que se hizo en algunas semanas un gran tubo Hérculo que los hombres de la zona llaman «mandioca». Es el nombre de una princesa que se sacrificó para que el tubo Hérculo creciera. Los boni-cimarrones hicieron como los hombres de la zona y nunca más pasaron hambre. La mandioca les ponía tan fuertes que se convirtieron en esclavengadores, luchando por liberar a los otros esclavos y seguir libres.»
Siempre desde ese enfoque inocente y a través de unos ojos abiertos constantemente al descubrimiento y a la sorpresa.
«Yolanda es marrón muy oscuro, como Camarada Papá. Mamá es marrón muy claro, como yo. Somos la tribu de los marrones, dice Yolanda. En la calle, ella es la única vendedora de besitos marrón. En cada lucha de clase, ella me regaña en público. Porque, debido a los prejuicios de los ojos sobre el color, el marrón debe ser ejemplar. Obligaciones de los marrones. Cuando estamos los dos solos, me dice: «Eres muy valiente». Yo solo sé que los más pequeños deben luchar siempre para arrancar a los más grandes sus privilegios de clase».
El broche de la narración aparece cuando los caminos de los protagonistas confluyen y las experiencias adquieren toda su dimensión para dar a los ojos que leen una lección definitiva de vida, más bien, de Vida, en mayúsculas.