Un viaje al impacto de la migración en la salud mental con Yaa Gyasi
Yaa Gyasi es una de las escritoras de origen africano más reconocida internacionalmente. Tal vez sea una especie de estigma que marque durante muchos años su carrera artística, pero Gyasi saltó en 2015 a los medios de comunicación, antes incluso de que se publicase su primera novela, por haber firmado un adelanto de siete cifras (es decir, de más de un millón de dólares) por la publicación de esa primera obra. A partir de ahí, el lanzamiento de Homegoing (publicada en español por la editorial Salamandra, como Volver a casa) fue una auténtica sensación editorial. Si en ese primer trabajo, Gyasi exploraba de una manera original la trata esclavista, a través de sucesivos viajes de ida y vuelta entre África y América, de varias generaciones de una misma familia; en su segunda novela, la escritora nacida en Ghana se sumerge por completo en la diáspora y el recorrido de las personas que han vivido la experiencia migratoria para consolidar su identidad. Con Más allá de mi reino, Gyasi demuestra que está llamada a consolidarse como una de las voces más firmes de esas diásporas africanas, superando los abordajes más superficiales y zambulléndose sin complejos en algunos de los temas más delicados, como es el del impacto de la migración en la salud mental de sus protagonistas.
En Más allá de mi reino, publicada también por Salamandra a través de la traducción de Eduardo Hojman, hay pocos lugares comunes y muchos asuntos espinosos. Gyasi evita los espacios narrativos más complacientes y entra a machete en terrenos marcados por el tabú y el silencio. Es cierto, que la búsqueda de la identidad es un escenario recurrente en las literaturas de autores y autoras de origen africano que sitúan sus relatos en las diásporas. Pero, en su segunda novela, la escritora ghanesa va mucho más allá, la presencia constante de las enfermedades mentales relacionadas con la propia migración son, sin duda, la clave de esta apuesta valiente, pero no se puede pasar por alto, el papel que juega en la historia la asfixiante educación religiosa; el consumo de drogas en un incierto cuadrado delimitado por el placer, la huida, el vacío y la frustración; los padres ausentes; el traumático proceso de maduración; el racismo ambiental; pero también el triunfo basado en el esfuerzo.
“Lo que trata de decir con esto es que carecía del lenguaje, de las herramientas para explicar y analizar el odio que sentía por mí misma. Crecí contando sólo con mi parte, con la pequeña piedra palpitante de odio hacia mí misma que llevaba a todos lados, a la iglesia, a la escuela, a todos aquellos lugares de mi vida que, como pensaba entonces, reafirmaban la idea de que en mi interior había algo fatal e irremediablemente malo”.
De hecho, la protagonista de este relato, Gifty es una extraña heroína. Una joven que destila conmiseración, en la que parecen destacarse sus inseguridades, que sistemáticamente pone el acento en sus frustraciones, pero cuya figura va poco a poco creciendo y haciéndose más sólida. Gifty abandonó hace tiempo el hogar familiar, lo hizo prácticamente huyendo de toda una serie de fantasmas que se van desvelando. Aparece una rígida educación marcada por una influencia religiosa en la que el dogma es siempre una amenaza y las creencias una losa para la libertad individual. Se evidencia la dolorosa ausencia del padre que se caracteriza más por una especie de dejación de responsabilidades y por la cobardía que por el propio rechazo. Se impone la inolvidable muerte del hermano, mucho más que la pérdida de un ser querido, emerge como el final de la inocencia y la desaparición del referente más amado, lo único parecido a ese espacio de seguridad que llamamos familia.
“El día que lo encontramos colocado en Big Spring Park iba muy puesto. Allí, tendido sobre el césped, parecía una ofrenda. Yo no sabía para quién era esa ofrenda, para qué. Había estado sobrio un par de semanas, pero cuando una noche no volvió a casa lo supimos. Esa noche se convirtió en dos y luego en tres. Mi madre y yo lo esperábamos sin pegar ojo. Cuando salíamos las dos a buscarlo en coche, yo pensaba en lo harto que debía de estar Nana, harto de que mi madre lo bañara como si volviera a ser un niño, harto de toda esa nada”.
Gifty es, en realidad, una triunfadora, aunque su relato lo olvide a menudo. Mientras regresa una y otra vez a su tortuoso proceso de maduración personal, solo algunos de los personajes que la rodean nos permiten adivinar que es una exitosa investigadora, con una prometedora carrera científica por delante, teniendo en cuenta que a pesar de su juventud es una prestigiosa neuróloga.
“¿Cómo podemos explicar el tiempo que transcurrió antes de la llegada de los seres humanos? ¿Y las cinco extinciones previas, incluyendo las que aniquilaron a los mamuts lanudos y a los dinosaurios? ¿Cómo explicar los dinosaurios y el hecho de que compartimos un cuarto de nuestro ADN con los árboles? ¿Cuándo creó Dios las estrellas, cómo y por qué? Yo sabía que en Huntsville jamás encontraría las respuestas a esas preguntas, aunque también es cierto que no las encontraría en ninguna parte, al menos respuestas que me satisficieran”.
Gyasi, a través de la historia de Gifty y su familia, dibuja un asfixiante ambiente en la sureña Alabama para una familia recién llegada de Ghana. Las dificultades económicas se suman a las relacionadas con las relaciones sociales, el complejo encaje de esos migrantes en una sociedad cerrada y la falsedad que acaba marcando sus integración en la comunidad. Una hipocresía que se proyecta igualmente a las convicciones religiosas que en algunos momentos parecen la única tabla de salvación a la que agarrarse. A pesar de los padecimientos, o más con todas las consecuencias de esas experiencias negativas, Gifty reconstruye a duras penas su vida en un espacio más amable.
“Después de asistir unos meses a la iglesia grande, noté que mi madre me miraba de reojo cada vez que el pastor John pronunciaba esas palabras. Yo sabía lo que esas miradas significaban, pero no estaba lista para recorrer la larga distancia que me separaba del altar, con toda la congregación mirándome, mientras suplicaba a Jesús que me librara de mis pecados”.
La protagonista, sin embargo, se ve obligada a ocuparse de su madre, cuando la mujer cae (o más bien recae) en una profunda depresión y lo hace obviando todos los agravios acumulados durante su niñez y su adolescencia. Los incondicionales cuidados que Gifty procura a su madre contrastan con los recuerdos traumáticos que la joven va desplegando. La falta de resultados en esos esfuerzos, se contraponen igualmente a los avances de la investigadora en su carrera científica, que a su vez está profundamente marcada por todas esas experiencias negativas de la infancia. Las enfermedades mentales, tanto la depresión como las adicciones ocupan un papel central en el desarrollo de la historia.
“Hubo momentos similares, en los que la mujer que me parecía temible se encogía y se convertía en alguien apenas reconocible. Y no creo que lo hiciera adrede. Me parece más bien que jamás se le ocurrió cómo traducir a este nuevo idioma quién era ella realmente”.
Tal vez sea necesario tomar una cierta distancia a la hora de adentrarse en la narración, precisamente para no caer en el agujero negro que a menudo suponen los propios recuerdos de Gifty. Con una relativa perspectiva el lector o la lectora reparan en algunos de los detalles que se sitúan en los márgenes de una visión profundamente negativa de la protagonista y acceden a un mosaico un poco más amplio que permite ir encajando el que será el resultado final. En todo caso, más allá del tono depresivo, es indudable que la de Yaa Gyasi es una apuesta arriesgada y valiente por acercarse a una de las caras más desconocidas e incómodas del hecho migratorio.
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